En días pasados, leí de un diario nacional sobre un estudio publicado en la revista Nature, que afirma que la prevalencia de la violación de normas en el entorno social de las personas, como corrupción, evasión fiscal o fraude político, puede influir en la honestidad intrínseca del individuo, de tal forma que las personas que viven en sociedades más corruptas tienen más probabilidades de ser deshonestas que las que habitan en sociedades donde se desaprueba la violación de las normas.

Traigo este estudio a colación no solo porque la entronización de la cultura del ‘atajo’ ha generado mucho daño a la sociedad colombiana, llevando a que la corrupción sea quizá el principal problema que debamos enfrentar para consolidar el posconflicto, sino porque existen muchas fuerzas que buscan deslegitimar las instituciones, llegando a niveles absurdos con el fin de hacer prevalecer tesis que favorecen intereses personales o de grupo por encima de acuerdos elementales para la vida en sociedad, como son el respeto por la justicia y el Estado de Derecho.

Este asunto se ha vuelto más crítico en el último tiempo, cuando se ha generado un estado de ‘crispación’ general y división, motivado quizá por la intención de algunos de anticipar el debate electoral, en un estilo muy colombiano de buscar a quién responsabilizar de todos los males, lo que en nada contribuye a asumir las obligaciones que corresponden a cada quien y a la unión de propósitos que demanda el país cuando tiene ante sí retos formidables.

Uno de ellos es el trabajo que se requiere de todos los sectores para aumentar la productividad de la economía, las exportaciones y la confianza externa para generar mayores ingresos en momentos en los que, después de más de 10 años de prosperidad, el país está atravesando una etapa de menor crecimiento y volatilidad de algunos factores macroeconómicos esenciales como la inflación, la tasa de cambio y la tasa de interés, entre otros.

Una situación que está lejos de ser crítica, porque la realidad muestra que Colombia es un país que crece por encima de la mayoría de sus vecinos, y que lo necesita es enfocarse en atacar la causa estructural de sus males, originados por la alta inequidad y desigualdad, que nos lleva a ocupar el segundo lugar en Latinoamérica y el séptimo en el mundo, en este campo.

Otro gran reto es el de la disponibilidad energética, debilitada por factores externos y circunstancias infortunadas, que, sin duda, pudieron manejarse mejor frente a lo cual corresponderá a las autoridades pronunciarse, pero que cuya solución requiere el aporte de todos los colombianos. Afortunadamente, los colombianos han asumido el ejercicio social de ahorrar energía, lo que ha llevado a conjurar un posible racionamiento.

Otros grandes desafíos son el posconflicto y la lucha contra la corrupción, frente a los cuales es fundamental que salga a relucir lo mejor de cada ciudadano para construir ese país que buscamos hereden las futuras generaciones. No imagino cómo lograrlo en medio de la histeria colectiva a la que algunos nos quiere llevar. Este no es el camino, porque pretender sembrar desolación es la peor trampa en que puede caer un país que enfrenta tantos retos colectivos.

Julián Domínguez Rivera
Presidente de Confecámaras