Por muchos años Colombia se preparó para enfrentar en el escenario bélico el problema de seguridad interna generado por los grupos alzados en armas, adquiriendo una gran capacidad para esa confrontación. Las políticas adoptadas por los últimos gobiernos han sido exitosas y sin duda gracias a ellas hoy el país se encuentra en camino a firmar la paz con el principal grupo generador de violencia.

Con todo, llama a la reflexión sobre si está igual de preparada la institucionalidad nacional para debatirse no solo en el campo político sino en la generación de soluciones efectivas a las problemáticas de los ciudadanos, cuando lleguen contradictores de alto nivel dialéctico y con un discurso populista, lo que se producirá en el marco de un estamento político con un alto deterioro en su credibilidad.

No cabe duda de que instituciones como el Legislativo, el poder judicial, las Fuerzas Armadas e incluso la sociedad civil deben hacer una mutación muy grande para lograr –dentro del ámbito de la confrontación de la palabra, de la confrontación dialéctica y política– responder con efectividad en esta nueva etapa de la vida nacional que traerá el posconflicto. A la par, se requiere que el aparato estatal, tanto a nivel central como regional, se ‘sacuda’ de su paquidermia y brinde respuestas eficientes a las necesidades de la gente.

En particular dos flagelos conspiran contra la institucionalidad, que es el gran reto de la sociedad en su conjunto. Son la lucha contra la corrupción y la informalidad, que es una expresión inadvertida de la misma. En ambos casos hay factores culturales y estímulos perversos para que sigan perpetuándose, como los antivalores que trajo el narcotráfico, entre ellos la exaltación del atajo, del logro rápido, del poder intimidatorio del dinero y la fuerza, que se reflejan infortunadamente en las historias que reproducen el cine y la televisión.

Es importante que nos preguntemos cómo desarrollar una nueva narrativa que enfrente el imaginario que nos ha dejado el estímulo perverso de que el corrupto alcanza más rápido sus propósitos. Igual sucede con la informalidad, lo que provoca, por ejemplo, que solo un millón 300 mil personas declaren renta en una nación con 48 millones de habitantes, de tal forma que estas financian la provisión de bienes públicos tan esenciales como la seguridad, la justicia, la salud, la educación o la infraestructura. Esto ocurre en un país en donde la alta impunidad se ha convertido en un premio para los infractores y en donde existe una baja capacidad de contención para las acciones de hecho, como la permisividad en la invasión del espacio público o las reivindicaciones de grupos de presión camuflados de sectores sociales marginados, que le cuestan mucho a todos los colombianos.

Así como lo hicimos al buscar el camino para las conversaciones de paz, valdría la pena examinar historias de éxito en otras latitudes para formalizar nuestra sociedad. Por ejemplo, Singapur ha logrado ser un país formal y transparente en una región del mundo como Asia, donde persiste una alta informalidad.

Este es uno de los grandes retos que enfrenta desde ya Colombia para que, de la mano de la buena noticia de la firma de la paz, podamos tomar un rumbo firme para el crecimiento económico y el desarrollo social.

Julián Domínguez Rivera
Presidente de Confecámaras